Juanra Fernández

Juanra Fernández

Redactor

Era la primera mañana que se aventuraba a ascender por las empinadas cuestas del barrio inglés. Habían pasado más dos meses de su llegada a Montreal y todavía no se había atrevido a aventurarse hacia un posible encuentro con las huellas de su ídolo. Para el viajero fanático poder estar en cualquier sitio en el que él hubiese estado antes era lo más próximo a un encuentro con Dios. De esa manera, las cuestas de Westmount, representaban el ascenso al monte Olimpo y, encumbrarlas, suponía la más importante de las recompensas.

El joven recorrió, guiado por sus anotaciones, las calles que configuraban la tela de araña de casas unifamiliares, jardines y avenidas repletas de comercios y terrazas, en las que se acomodaban los vecinos para disfrutar de los tímidos rayos de sol que acariciaban ese día Montreal. Al pasear por la avenida Victoria se imaginaba a un pequeño Leonard, tiempo atrás, correteando con sus amigos. Algunos edificios seguramente permanecían igual a como habían sido en aquellos años.

De repente se topó con un cartel que anunciaba otra avenida, Belmont. Su corazón se aceleró y rápidamente fue contando los números impares hasta encontrarse con el 599. En ese momento una melodía vino a su cabeza y, como si estuviera poseído por el cantante, empezó a tararear ‘Suzanne’. Cada verso le estremecía, porque los sitios de los que habla en la canción ahora estaban bajo sus pies, delante de sus ojos. No obstante, el gran sobresalto llegó cuando vio que se encendía una luz en el interior de la vieja casa. ¿Sería Leonard?

Se asustó por la mínima posibilidad de que fuera él. Sabía que era posible y eso le aterrorizaba. Dio un paso atrás y después otro, de ese modo se fue alejando hasta encontrarse enfrente de una tienda de ultramarinos, un dépanneur, como se anunciaba escrito sobre un cartel de metacrilato. El viajero entró en su interior y se acercó al dependiente, un hombre de raza oriental, quizá indio o paquistaní. Le habló en inglés, ya que el francés todavía no lo había aprendido bien. Sin pensarlo le preguntó señalando hacia afuera que si esa era la casa del señor Cohen. El dependiente asintió sonriendo mientras contestaba con un fuerte acento: ‘good man’. El joven fan insistió en el interrogatorio preguntando que sí estaba ahí ahora, a lo que el paquistaní o indio respondió con otra afirmación de cabeza. El viajero salió de la tienda sin despedirse y corrió alejándose, aterrado y sin mirar atrás.

Al día siguiente volvió y al siguiente también, y al siguiente, y al siguiente. Pasó una semana subiendo y bajando por las empinadas cuestas de Westmount y al séptimo día, como una revelación bíblica, volvió a entrar en el dépanneur y, al tiempo que sacaba una botella de agua de la nevera, escuchó la campanilla de la puerta de entrada. Se giró y vio la figura de una mujer rubia, le resultaba familiar, como si la conociese y rápidamente se dio cuenta de que era Rebecca de Mornay.

Buscó tembloroso su bolígrafo, lo había guardado en algún bolsillo y no lograba dar con él. Se palpaba cada parte de su chaqueta mientras se acercaba a ella tímidamente para atreverse a pedirle un autógrafo. Cuando ya estaba casi a su lado y con el boli en la mano, sonó de nuevo la campanilla de la entrada y allí estaba él, vestido con americana negra y con sombrero a juego.

Al joven fan le temblaron las piernas. Dios se le había aparecido en persona.

Se quedó inmóvil, paralizado como una estatua de sal, contemplando lo más bello que había visto nunca, al tiempo que una lágrima le recorría la mejilla. Leonard Cohen y Rebecca compraron un frasco de sirope y salieron de la tienda, desaparecieron tan rápido como habían aparecido.

El viajero, desde su quietud, imaginó como hubiese sido una conversación con él. Podrían haber entablado amistad. Seguramente le habrían invitado a tomar tortitas bañadas en el dulce jarabe que habían comprado. Sin embargo, no fue capaz de moverse, no pudo acercarse a él y ya nunca más lo volvería a ver en persona. Aún así se marchó feliz y satisfecho.

El joven fan, a partir de ese día, se olvidó del resto del mundo, de su familia, de los compañeros y por desgracia también de mi, su mejor amigo… nunca volvió, se quedó perdido en la ensoñación de Westmount.