Juanra Fernández

Redactor

Era el verano de 1972, un año bisiesto en el que en las listas de éxitos de todo el mundo triunfaba Joe Cocker con su Women to women, mientras en las radios españolas sonaba Un beso y una flor de Nino Bravo.

Era el mismo verano en el que en Munich se producía el asalto de los Juegos Olímpicos por el grupo terrorista Septiembre Negro. Mientras que en Nueva York, John Lennon, con la supervisión de Yoko Ono, grababa en el Madison Square Garden su segundo álbum en directo y en solitario y que no vería la luz hasta después de la muerte del músico británico.

En ese verano caluroso y húmedo, una joven ex conejita de Playboy, salía de un bar nocturno del East Village, en Manhattan. Todavía era temprano y no tenía sueño, por eso se acercó hasta la esquina de la Avenida Loisaida y la calle 10 con la intención de tomar un taxi y seguir la fiesta. Su objetivo no estaba lejos, lo había hecho andando muchas veces, pero esa noche los tacones recién estrenados no le permitían dar un paso más. Aun así, las ganas de bailar superaban el sufrimiento de sus pies y sabía que cuando llegase a la sala de baile podría descalzarse y adueñarse de la pista, eran los inicios del imperio de la música disco y ella no podía perderse ni un instante de ese momento mágico.

Esperó erguida en la esquina la llegada de algún taxi amarillo, pero el único vehículo que se acercó fue un volkswagen escarabajo blanco, conducido por un joven apuesto, que sin bajarse del coche, se ofreció a llevarla.

Debbie se mostró reticente y se negó a aceptar la invitación del desconocido. El joven conductor orilló el auto junto a la acera y sin apagar el motor se bajó del coche. Apoyado varonilmente sobre el capó, utilizó su encanto para convencer a la joven. Le insistió asegurando que sería difícil encontrar taxi a esa hora.

Parecía sincero y buena persona, pensó Debbie, y además le saldría gratis el viaje. Decidida a invadir la pista de baile lo antes posible aceptó. Se subió en el coche con el desconocido, rumbo a la diversión.

Sin embargo, nada más sentarse y cerrar la puerta, sintió una sensación de equivoco en su proceder. El joven conductor mantenía un silencio muy incómodo mientras dibujaba una inquietante sonrisa de satisfacción.

Debbie le pidió que detuviese el coche, alegando que había olvidado algo y debía volver, pero el joven ignoró sus palabras sin dejar de sonreír.

Ella, cada vez más inquieta, buscó la manilla para abrir la puerta, pero no había manilla. Un sudor frío recorrió su espalda, se sintió atrapada y evidenciando un peligro inminente. Por suerte, ese verano caluroso y húmedo favoreció que la ventanilla estuviese ligeramente abierta, lo justo para poder introducir rápidamente su delgado brazo y abrir la puerta con la manilla exterior.

Se dejó caer sobre el asfalto y corrió perdiendo sus zapatos nuevos en la huida.

Su acción liberatoria fue tan rápida que el conductor no tuvo tiempo para reaccionar. Cuando detuvo el coche para intentar perseguirla, Debbie ya había desaparecido en la oscuridad de las callejuelas neoyorquinas.

Años después de aquella noche calurosa y húmeda del 72, Debbie, en un viaje de gira con su banda Blondie, vio la cara casi olvidada de aquél joven en un periódico, se llamaba Ted Bundy. Se referían a él como la encarnación del mal y había sido sentenciado a la silla eléctrica.

Debbie rompió a llorar, aterrada por lo que pudo haber pasado y en cierta manera consolada por haberse librado de morir en manos del más famoso y terrible asesino en serie de la Historia.