Juanra Fernández

Redactor

María era una señora muy normal, con unas gafas de hipermetropía que le dibujaban unos enormes ojos azules sobre su huesuda cara. Vestía como cualquier mujer de su edad y hablaba pausadamente y con dulzura, todo dentro de lo común, excepto porque había interpretado el aria de la Reina de la Noche en escenarios como el Royal Albert Hall de Londres, el del Vienna State Opera o sobre las tablas de la Ópera Garnier de París. Sí, esa menuda mujercita desprendía la energía suficiente para desgarrar el silencio con furore. Lo sé porque la vi y la oí cantar.

María siempre se despertaba al amanecer y como una niña inquieta se vestía rápidamente y se dejaba caer en la calle. Eran los inicios de la década de los ochenta y por razones laborales estaba asentada en Londres, no para cantar, sino para ayudar a que lo hiciera otro, porque María ya había dejado los escenarios y en ese momento se dedicaba a dar clases de canto.

Se hospedaba en el mítico barrio de Chelsea, muy cerca del estudio donde su cliente grababa el que debería ser el éxito del verano en España.

María caminaba cada mañana cerca de la margen norte del Támesis para encontrarse y poder disfrutar con la curiosidad de una provinciana de los coloridos punkis que se retiraban para dormir después de una noche larga de drogas, sexo y alcohol. Ese camino la llevaba a una pequeña cafetería en la que pedía siempre un te. Solo, sin azúcar ni leche y lo saboreaba con tranquilidad, viendo y oliendo los extensos desayunos ingleses que inundaban las mesas de grasa y calorías para ser devorados por británicos madrugadores como ella.

Puntual llegaba a la hora exacta de apertura del estudio Snake Ranch. El empleado encargado de abrir la puerta, todavía bostezando con pereza, le dejaba entrar sin mediar palabra, aunque sabía que ese día no tenían sesión de grabación.

María siempre iba a la misma sala, pequeña, lo justo para albergar un piano de cola viejo, en el que se sentaba y ejercitaba sus dedos y sus cuerdas vocales. En ese momento echaba de menos la ópera y las grabaciones que realizó junto a su amigo Osvaldo, al que todos conocían como Waldo de los Ríos. No le importaba que su desaparecido colega la hubiese relegado a un segundo lugar, dando protagonismo a otras voces más populares como las de Paloma San Basilio, Mari Trini o Jeanette. Ella le estaba agradecida por haberla inmortalizado interpretando a Mozart y con eso era suficiente, nunca había pretendido la fama.

María acariciaba las teclas del piano con la suavidad de un susurro, como si quiera pasar desapercibida en el vacío. La música surgía con discreción y su voz se superponía con la armonía del viento sobre la calma melódica. De repente algo la sobresaltó, un sonido distinto a los que se generaban durante su retiro ensayístico la sacó de su concentración y le hizo girar la cabeza de golpe. Allí, apoyada sobre el marco de la puerta, descubrió una estilizada figura que la observaba en silencio, sin duda la presencia no quería molestarla en su ejercicio de voz y piano, y prefería percibir desde el retiro la grácil cadencia sonora con la que acompañaba la virtuosa voz de María a las notas acariciadas del piano.

María no dijo nada, simplemente observó como la silueta daba un paso adelante hasta quedar iluminada por la única bombilla que alumbraba la estancia. Era un hombre alto y muy delgado, de pelo rubio y peinado como si no se lo hubiese secado al salir de la ducha. Vestía un suéter azul de cuello vuelto y muy holgado que resaltaba el color de su ojo derecho, ya que el otro parecía ser más oscuro.

El joven se acercó y con cortesía apuntó que tenía reservada la sala para hacer ejercicios de voz. María se levantó mientras se disculpaba par la invasión, pero el hombre de ojos bicolor le pidió amablemente que no se fuera, le sugirió que le gustaría que lo acompañase al piano. Se presentó como David, y después apuntó que artísticamente era Bowie. María sonrió tímidamente al descubrir de quien se trataba, nunca le había visto, pero evidentemente ese nombre lo asociaba a las listas de éxitos, esas que ella no escuchaba a no ser que fuera en los trayectos radiofónicos de algún taxi.

Pasaron la mañana haciendo juegos vocales, la tesitura de su nuevo amigo la sorprendió y le hizo admirarle como si fuese la más devota de sus fans. Olvidó su propósito en Londres y casi ignoró a la pseudo estrella española con la que había viajado, al quedar ésta eclipsada por la luz de Bowie. Éste le pidió que repitiesen los ensayos, siendo cada vez más frecuentes y así, María Lalanne, se convirtió en la profesora de canto del mismísimo Duque Blanco.

De esta manera tan sencilla, una señora muy normal, me lo contó, y yo evidentemente la creí.