Alicia Población

Alicia Población

Redactor

La música es una revelación mayor que toda la sabiduría y la filosofía. 

(Beethoven)

Lo que Wittgenstein se proponía al publicar su Tractatus, lógico-philosophicus en 1921 no era otra cosa que trazar los límites del significado, una cuestión filosófica perenne a lo largo de la Historia. Este 2021, Pepe Mompeán, director artístico del FIAS (Festival Internacional de Arte Sacro), quiso ponerle un interesante reto al pianista Moisés Sánchez cuando le propuso traducir dicho tratado, breve, apenas setenta páginas, pero denso, a notas musicales.

Pianista, compositor y productor, Moisés Sánchez es un músico versátil experimentado en diversos estilos musicales. Desde el rock sinfónico de los 60 hasta la música clásica, pasando por la contemporánea o el rap, es capaz de llevar casi cualquier género al lenguaje del jazz. Todo convive, dice. El pasado miércoles 10 de marzo tuvimos el placer de disfrutar de ese desafío propuesto por Mompeán, sobradamente superado, en el que el músico tradujo un tratado filosófico al lenguaje de la música. Con una ambientación maravillosa, un piano de cola acompañado de un Fender Rhodes y otros sintetizadores y cables ocupaban el escenario del teatro de la Abadía, entretejiendo el nido que iba a acoger al músico.

El concierto, como una ópera prima o un verdadero tratado, se dividía en los siguientes actos:

Acto l El mundo es la totalidad de los hechos

Acto ll El arte como ciencia

Acto lll La lógica como proceso constructivo

Acto lV Positivo vs Negativo

Acto V Sentido/Sinsentido

Acto Vl El lenguaje como límite

Acto Vll Silencio vs Ignorancia

El primer acto comenzó partiendo de un cosmos sonoro, nebuloso, que empezó a flotar desde el silencio expectante de la audiencia. Llegado un punto, Sánchez posó sus manos en el teclado del piano de cola y, sobre esa atmósfera caótica que se iba difuminando, nos llevó a lo concreto. Iba susurrando su música con la boca, como un apuntador que le hablara a los dedos mientras estos recorrían las teclas del instrumento. Con un caminar lento, como un “músculo rítmico” y constante entraba el segundo tema. Lo recogía un eco que poco a poco se iba haciendo inteligible, quizá comparando de alguna manera el dualismo entre arte y ciencia, lo inexplicable y lo explicable. El acto tercero fue como una tormenta. Los graves iban creando una cuna que mecía como un torrente a puntuales relámpagos del registro agudo.

El efecto de los sintetizadores hacía que toda la sala se llenara de esa energía propia de una naturaleza salvaje, y daba la sensación de estar escuchando a más de un músico sobre el escenario. En el cuarto tema los acordes querían doler, rompiendo expectativas, mientras que otros te abrazaban erizándote en la butaca. También el quinto acto sobrecogió, resolviendo los clímax en patrones rítmicos infinitos, como si buscara el sentido, pero no se decidiera a ceñirse a él. Los dos últimos actos sonaron sin interrupción, suponemos que precisamente por la relación de los opuestos, lenguaje-silencio.

¿Qué límite, tan buscado por Wittgenstein, puede tener el lenguaje y el significado cuando hablamos de algo tan inexplicable como la música? Como bien decía Moisés en alguna entrevista, la norma, la lógica, es necesaria para crear, pues el no saber te ata al azar, pero es indiscutiblemente necesario desanclarse de esa lógica para encontrar tu camino, de ahí la importancia de la improvisación.

Desde luego, el músico nos hizo ver las diferencias existentes entre su pensamiento y el del filósofo. A Wittgenstein le preocupaba pensar que sus teorías nunca fueran entendidas; Moisés Sánchez entiende que “el arte es dar, no demostrar”. Quizá por eso mismo, jugando con loops que evolucionaban paulatinamente, nos dejó a solas con la música en el séptimo acto, y no volvió al escenario hasta que toda la masa sonora se difuminó completamente, y el silencio se inundó de aplausos.

Fotos: Timanfaya