Paco Ruíz
Redactor
¿Hay inocentes? ¿Quiénes son los buenos? ¿Y los malos? ¿Acaso los hay? Guillermo Benet, con Los Inocentes, aprisiona una serie de cuestiones a través de una complejísima puesta en escena, rara avis en el cine, que el formato rectangular 1:1. Uno que consigue generar emociones tajantes, la ansiedad de un elenco que, en ocasiones, muestra sus inseguridades ante sí mismos. Lo que obliga a estar y a perseguir a los personajes continuamente. Entrando y saliendo del cuadro, desenfocados, con secundarios más tarde reconvertidos en protagonistas, desconfigurando la narrativa y la composición, de manera intrusiva. Los ojos de la óptica son sucios y tambalean como si introdujera al espectador en el metraje. Y es un viaje asfixiante, en el buen y mal sentido.
Realza la atención del interesante el uso de la paleta de colores, que utiliza todos cálidos y anaranjados para realzar esos momentos de emociones confrontadas, mientras la luz fría y cálida la relacionan con el estado emocional de los personajes que utilizan el raciocinio, el poco que se puede tener con un inicio prometedor, que por desgracia se desinfla de manera prematura, ante una necesaria llamada de atención al estatus social de los okupas y los enfrentamientos policiales. Una agresión que nunca llegamos a presenciar del todo pues Benet actúa con inteligencia al mediar con el fuera de campo, como ya hizo con vistosidad en El Hijo de Saul, su director László Nemes. Algo peculiar y castizo que se aleja del espectacular dramatismo realista del que llega a abusar Rodrigo Sorogoyen con Antidisturbios.
El punto negativo, expuesto como un recurso de narración para reforzar el desconcierto y la incógnita del incidente, así como las maneras de afrontarlo de cada uno de los personajes, aparece cuando Benet nos retrae a revivir, una y otra vez, la misma situación, avanzándola y descubriéndonos verdades y mentiras a pasos nimios, que alejan del camino del interés. Cuando los créditos aparecen, tras sus cien minutos de metraje, de un eterno retorno, uno puede llegar a pensar que a esta historia le sobra minutaje. Y mucho.
Los momentos más genuinos es cuando vemos las consecuencias íntimas de cada personaje, tras el incidente. Esa pausa y viveza muestran la conflictiva humanidad que convive con ellos. Un peso que cargan los intérpretes sin temblores. Ahí es cuando la película alcanza grandes cuotas de interés. En los relatos personales. En la inocencia y la culpa de un pasado y de un presente que no se compadecen ante el futuro que está por venir. Y es que, a pesar de sus tembleques, y de no tener nada que envidiar en el aspecto técnico a Nemes o a Dolan, el film afronta con seguridad cada una de sus tomas decisiones. No es para menos el resultado, que pasó por El Festival de Sevilla de Cine Europeo, dentro de la sección de Revoluciones permanentes, en la que ganó La Mención del Jurado.
Si algo podemos rascar de aquí, es que lo autocomplaciente no elimina el peso de nuevas expresiones, dentro del cine independiente español; el cual está a la orden del día debido a los tiempos en los que convivimos. Y eso, es de agradecer.