Borja Peinado

Borja Peinado

Redactor

Una pandemia provocada por una gripe letal acaba con gran parte de la población mundial, nos suena, ¿verdad? Esta es la historia de Station Eleven, una de las últimas joyas de HBO(MAX).

La serie, a priori, no habla de nuestra pandemia, está basada en el libro de  Emily St. John Mandel de 2014 y con esa materia prima, Patrick Somerville ha gestado un apocalipsis verdaderamente anómalo. 

Como hemos dicho, una gripe ataca a la humanidad, pero el planeta no se convierte en un campo de batalla por la gasolina o en unas olimpiadas zombies. Todo es mucho más calmado, más vacío, más humano y, en contra de lo que la ficción siempre nos ofrece, más luminoso y esperanzador. 

Patrick Somerville fue guionista en Leftovers y, por supuesto, hay mucho de esa maravilla que tanto nos marcó en Station Eleven. Somerville es un escritor con una voz realmente interesante. En 2018 nos brindó la maltratada por la crítica Maniac y más recientemente Made for love, quizás la más fallida de sus creaciones. 

La historia comienza en la actualidad, nuestra actualidad, con la muerte  de Arthur Lean(Gael García Bernal), un talentoso actor y director teatral. No preocuparse, no es ningún spoiler, los saltos temporales y la atmósfera de realismo mágico de Station Eleven hacen que ningún personaje esté del todo muerto. Tras esa muerte, como si fuera un presagio, o más bien un pistoletazo de salida, todo se descontrola y una niña queda marcada por el amor al teatro, por la compañía de un desconocido salvador y por un cómic casi clandestino llamado Station Eleven. 

En el presente ficticio, osea el futuro, la niña protagonista, ya crecida, recorre caminos con una compañía de teatro itinerante, todo un reverso cultureta de Mad Max.

La estructura del argumento de la serie es un tanto liosa al principio, debido a la ruptura temporal de la narrativa, pero poco a poco todo va teniendo sentido, las piezas del puzle van encajando y los personajes se ven unidos por un hilo invisible. Asistir a esa unión de piezas es uno de los alicientes de la serie.

En el trasfondo de todo, un hilo muy visible, el cómic que da título a esta ficción. Station Eleven funciona a la vez como un macguffin y como un símbolo del poder de las historias para unirnos, alimentarnos y en ocasiones de mantenernos cuerdos. Dentro de la profundidad y la complejidad de la serie, es el arte lo que emerge sobre la superficie, completamente indispensable para no volvernos completamente locos. El arte en compañía de alguien, por supuesto. Uno piensa en el tiempo que pasamos confinados y, ciertamente, la música y la ficción hicieron mucho más soportable nuestra particular distopía apocalíptica. 

Kirsten Raymonde es la protagonista que crece y se convierte en una torbellino teatral. En el pasado, Matilda Lawler interpreta a la niña y lo hace de forma tan adorable como enigmática. En el presente, Kirsten es Mackenzie Davis, una actriz que brilla siempre; sus papeles en Halt and Catch Fire, Blade Runner 2049, o en el  San Junipero de Black Mirror dan buena cuenta de ello. Encontramos más caras conocidas entre el reparto coral, como la de Himesh Patel(Yesterday) Nabhann Rizwan(Informer) o Caitlin Fitzgerald(Succession). La palabra coral para definir al reparto es más certera que nunca, debido a esa conexión de todos los personajes a través de las micro historias que muchos de ellos protagonizan.

Con todo lo que hemos dicho, ¿tiene sentido hacer hoy en día una serie así? ¿Con el frenético ritmo de visionado, de estrenos y de historias aceleradas que vivimos? La respuesta es tan tramposa como la pregunta, si hay detrás un guion tan cuidado como el de esta Station Eleven, está todo muy claro. Otra cosa es que los espectadores que no estén dispuestos a la pausa en una serie apocalíptica se aburran y despotriquen. Ah, y afortunadamente, no se espera una temporada dos, al contrario que se está haciendo con otras producciones en formato miniserie.