Es imposible resistirse a entrar en una nueva creación de la mente detrás de BoJack Horseman, para mí, sin duda, una de las tres mejores producciones originales de Netflix. Aunque el estilo de animación no sea el más atractivo del mundo y todo parezca anunciar algo más triste y menos colorido, sabemos a lo que nos enfrentamos… y lo queremos ya.
En esta ocasión nos encontramos con una familia judía americana, como tantas veces hemos visto en pantalla. Yo nunca he conocido una en la vida real, pero la ficción suele representarlas como excéntricas, atormentadas y llenas de humor. Ahí están La maravillosa Sra. Maisel, The Goldbergs o Transparent como ejemplos. Conversaciones rápidas e ingeniosas, salones repletos de familiares: casi una versión cinematográfica de las comidas familiares manchegas.
Borja Peinado
Redactor
La familia protagonista está formada por un matrimonio aparentemente común, una hija y dos hijos. La serie utiliza la historia familiar como hilo conductor, pero cada capítulo nos muestra momentos vitales de los tres hijos en distintos planos temporales. Ese caleidoscopio va componiendo un retrato general que culmina en un episodio final maravilloso.
Y sí, es comedia, pero también resulta profundamente emotiva, lo suficiente como para romperte en más de una ocasión. Como ya sucedía con la ficción del caballo actor, la animación recurre al surrealismo —esta vez no tan disparatado— para hablar de temas universales, especialmente los familiares: el duelo, la mochila emocional de la infancia, la influencia de la familia, el peso del pasado como explicación de muchos de nuestros problemas… Todo ello nos va golpeando poco a poco hasta dejarnos tumbados en el sofá.
Ese, para mí, es el gran don de Raphael Bob-Waksberg: colocarte delante una realidad que parece lejana y ajena, pero que termina convirtiéndose en un espejo en muchos momentos. Y encima, te hace reír.
Los 10 episodios saben a muy poco. Mientras esperamos la segunda temporada ya confirmada, siempre podemos volver a visitar a ese viejo caballo conocido y seguir excavando en nuestros traumitas… pero, eso sí, con la mejor de nuestras sonrisas.