Campos semánticos en las letras de las canciones de Arde Bogotá
«¿Arde París? ¿Arde París?», le preguntaba Adolf Hitler encolerizado por teléfono al general Dietrich von Choltitz, gobernador de la capital francesa, el 25 de agosto de 1944, ante la inminente liberación de la ciudad de la Torre Eiffel por parte de los aliados. Quería ver en llamas los principales monumentos: Notre Dame, el Arco del Triunfo, Sacré Coeur, el Panteón, Los Inválidos.
Fernando Molero
Redactor
En 2018, Anna R. Costa, con la inestimable colaboración de Paco León, su pareja entonces, ideó una serie de televisión en blanco y negro cuyo título era Arde Madrid. En ella, la guapísima Ava Gardner incendiaba con su belleza y su desinhibición la capital de España en los grises años 60.
A finales de la segunda década del siglo XXI, cuatro chicos de la ciudad murciana de Cartagena llamados Antonio García (voz y guitarra), Daniel Sánchez (guitarra), Pepe Esteban (bajo) y José Ángel Mercader (batería y percusión), forman una banda de música que habrá de llamarse Arde Bogotá. La historia del nombre del grupo se debe a un viaje que el cantante realizó a la capital colombiana en compañía de unos amigos. Al parecer, allí les dio a escuchar algunas de las canciones que habían grabado en una maqueta cuando aún eran solo un proyecto musical. La palabra arde rondaba ya por sus cabezas como parte del nombre de la banda. En homenaje a la ciudad donde sus temas se oyeron por primera vez fuera de la sala de ensayo, decidieron llamarse Arde Bogotá. El resto es historia reciente de uno de los conjuntos musicales patrios de éxito más fulgurante que se conoce. Podría decirse que han pasado de cero a cien en apenas cuatro años. Un EP (El tiempo y la actitud, 2020) y dos discos (La noche, 2021 y Cowboys de la A3, 2023). Lleno total en sus conciertos. Cabezas de cartel en festivales. Premios y reconocimientos. Colaboraciones con artistas ya consolidados. Incluso políticos que alaban su música y acuden a escucharlos en directo.
Pero, ¿tendrá algo que ver esta exitosa aceleración en tan corto espacio de tiempo con que impriman velocidad y vértigo en las letras de sus canciones? Como si los movilizara una energía eléctrica abocada inexorablemente a la rapidez. Como si a través de su música las palabras y sus connotaciones hubieran allanado el camino en la pista de despegue. Quién sabe. Los senderos de la gloria son inescrutables.
Todo creador es solo dueño de un porcentaje de su obra. Otra parte pertenece a ese secreto rincón del inconsciente que se libera por igual en el sueño y en los procesos creativos. Existen zonas de sombra inexplicables que se cuelan por las rendijas de los textos, de las composiciones. Repeticiones, obsesiones que encuentran acomodo en el resultado final de la expresión. Y al final es el lector, el espectador, el oyente, el público, quien se apropia de las palabras y las historias y las hace suyas, las adecúa a su pensamiento y a sus emociones, las reinterpreta, culmina el trayecto y le da sentido pleno.
Según la RAE, un campo semántico es «el conjunto de palabras de una lengua agrupadas entre sí por referirse a un mismo tipo de realidades o ideas». En el inventario de cualquier creador de textos es fácil rastrear determinadas cadenas de significantes con significados relacionados que, de una u otra forma, permiten tanto la cohesión textual como la generación de un universo léxico reconocible, evocador, y, por lo mismo, identitario. Es lo que ocurre con las letras de las canciones de Arde Bogotá.
Decíamos antes que la velocidad y el vértigo están presentes en sus letras como una necesidad de recorrer un camino pronto, sorteando obstáculos para llegar a la meta cuanto antes. De igual modo, ambos conceptos forman parte del espíritu juvenil. La vida es para la gente joven un viaje por la cuerda floja de la inmortalidad. Cual funambulistas, los jóvenes atraviesan los días como si tuvieran prisa y muchas cosas que perder. La vida es, sin embargo, un bucle, el eterno retorno entre el nacimiento y la muerte.
Más allá de las distintas temáticas desplegadas en sus temas: el amor, el desamor, el miedo, el pasado, las inquietudes generacionales, los vaivenes de la vida…, existe un entramado de términos que se repiten o mantienen entre ellos una evidente conexión semántica que nos puede ayudar a elaborar uno o varios corpus lingüísticos fácilmente rastreables.
Ya que hemos comenzado con la celeridad, pisemos el acelerador a fondo para sondear una red léxica íntimamente ligada con ella.
Resulta llamativo, cuanto menos, la cantidad de marcas de automóviles que circulan por las canciones del grupo, los términos que remiten al campo semántico de la conducción.
Alguien podría sentirse vinculado a un vehículo por cuestiones sentimentales, pero los componentes de Arde Bogotá presentan en sus letras todo un catálogo de modelos que van desde los modestos Peugeot hasta los lujosos Porsche. En ellos siempre viajan personas que parecen querer huir de algo que los ata a una pesada losa.
Tal vez hubo un tiempo para la esperanza. Suele ocurrir cuando las parejas están en ese paraíso del amor recién estrenado. Los amantes son capaces de incendiar Roma, como Nerón, solo con la fuerza de un deseo que, en sus mejores momentos, puede llevarlos a pronunciar el Quiero casarme contigo. Todo sobra a su alrededor: «Sal quemando rueda de aquí. / En un giro letal, todos te mirarán. / Sal pitando de aquí / con derrape final al salir del lugar».
Comienzan en un modesto Seat 600. ¿Quién, con una edad, no conoció ese maravilloso coche con el que los padres inauguraron su ingreso en la llamada clase media española? Tener un Seat 600 era el culmen de una aspiración largamente postergada. También los Arde Bogotá, aunque de una generación bastante más joven, recurren a ese modelo que hoy se pasea por algunas ciudades como un referente de vehículo antiguo o clásico.
Mientras tanto, por ejemplo, en el tema El beso, cantan: «Y tú y yo en el coche / acelerando el Nissan / por la M30…». Todo vehículo precisa combustible igual que toda historia de amor necesita deseo, pasión y afanes compartidos.
Sin bajarse del coche, como no sea para repostar, continúan viaje hacia ese lugar llamado destino en Clávame tus palabras: «Ponedme diésel como para tres. / Viajamos dos y el silencio que arrastramos. / Vamos lejos sin saber volver. / Con estas ruedas de hormigón armado. / No dices nada, yo no sé qué hacer. / A ciento ochenta, pero congelados. / Yo solo hablo de retroceder. / Pero el Nissan ya no va a ningún lado». La cosa no pinta demasiado bien. El automóvil representa la libertad, el objeto ideal para la fuga de uno mismo y de aquello que no le conviene o que ha perdido su razón de ser; de lo que se agota: como el amor: «Dijiste que esto no iba a suceder / pero aceleras y volamos sobre el barro». Todo está perdido. Manda quien está al volante. Las palabras impregnadas de gasolina pueden prender en cualquier momento. Quizá el silencio es más inflamable: «Dos kamikazes a doscientos diez. / El coche ardiendo y los dos callados».
El silencio es duro como la roca inexpugnable cuando se instala entre dos personas y levanta su muro de hielo. También lo son, a veces, las palabras. Hieren como puñales y duelen. En Besos y animales se ha de poner tierra de por medio: «Huyamos de este fuego que nos extermina. / Vayamos en tu coche hasta la Argentina. / Dejemos las palabras que nos aniquilan. / Pongamos nuestra ropa en el parabrisas. / Hablaremos luego; ahora tenemos prisa».
Puede que la lluvia haga acto de presencia. La lluvia siempre queda bien en las imágenes en movimiento, en el cine. El asfalto mojado. Las luces de neón o el resplandor de la luna llena brillando en los charcos, el horóscopo guiando nuestra dirección: «Hay tres gotas en el retrovisor», «Hay dos manecitas a la conducción / pero mi mente va viajando en otra dirección». Es Escorpio y Sagitario.
En los sueños, es normal que los tiempos, los espacios, las personas y los objetos aparezcan y caduquen, se intercambien adoptando distinta forma, diferente piel. Por eso, ese Nissan de El beso puede mutar en una retrospección a un nuevo coche que no termina de cruzar el Atlántico, sino que queda varado en la Flor de la Mancha: «Entre escombros, gasolina y diamantes», «Donde estrellamos nuestro amor y aquel Seat 600», a un tiempo pretérito en el que hubo una promesa: «Prométeme conducir a mi lado. / Llévame muy lejos, donde no haya pasado».
Lejos quedan los días en que todo iba bien
Como desconocemos el modelo de Nissan, por si no tuviera suficiente reprís, en Copilotos meten una marcha más y cambian de coche. La compañía se despreocupa de cuanto la rodea: «Y a ti nada te importa / sentada allí en la sombra / de aquel Renault Megane». Suponemos que es un auto potente que permite pisar a fondo para alcanzar algún tipo de sueño compartido: «Pero a ti nada te importa / valiente y soñadora / sexta marcha y a volar».
Subimos la apuesta. Aumentamos la categoría. Permanecen el dolor y la huida. Ya no hay Seat 600, ni Nissan, ni Renault Megane. El nuevo y potente vehículo de Arde Bogotá muta para adaptarse al terreno en un tema duro en el que ya no caben el amor y ni siquiera el silencio, solo el olvido. La canción se titula Veneno. Lo tóxico hace acto de presencia y se hace necesario cortar todas las amarras. Aunque no es nada fácil: «Tratando de olvidarte, me clavo en la arena. / Como un Lad Rover Fighter sin aire en las ruedas».
El mundo contra uno. Cuando alguien con determinación inicia el proceso de fuga, sea de un amor o de cualquier otra cárcel real o imaginaria, ya no hay vuelta atrás. Solo falta gritar que suelten a Los perros: «Preparad los coches, gasolina y faros», «Valor al volante y en la dirección», «Corred, ladradme, acelerad el carro / perseguidme a fondo, quiero hacerlo largo».
Y llegamos a ese lugar llamado esperanza en el que cabe la posibilidad de que lo bueno y lo malo que nos depara el amor halle la paz y la reconciliación, con el otro o con uno mismo, que viene a ser algo muy parecido. Igual que los vaqueros de antaño que en los westerns cruzaban grandes llanuras a la conquista del Oeste, los Arde Bogotá, con esta nueva montura que nos ha regalado la tecnología, circulan a lomos del recuerdo como Cowboys de la A3, sin que importe el vehículo ni quién se ponga al volante: «Miro hacia dentro del Porsche / y se te ve ya en paz», «Coge el Peugeot, sube el volumen».
Incluso hay lugar para el viaje de pago en Abajo: «Y en el Uber siento / que al llegar allí / voy a poder morir».
Pero si los coches y la carretera y la velocidad forman parte del paisaje sonoro de las letras de las canciones de Arde Bogotá, no lo son menos otros campos semánticos suturados a este y entre sí. Como el de las partes del cuerpo. O el de los animales. O ese otro que permite imaginar viajes al espacio exterior, quizá como una forma de evasión o como una manera de declarar que el mundo aquí, en este planeta al que llamamos Tierra se les ha quedado pequeño.
Todos somos un cuerpo. Todos compartimos similares características corporales. Algunos incluso pretenden que lo habite un alma. Aunque invisible, considerémosla miembro integrante de esta perfecta maquinaria. Y además del cuerpo también somos y nos definen las acciones que ejecutamos con él o los sufrimientos que le ocasiona su fragilidad. Para no extendernos en demasía, siguiendo un orden aleatorio, en una suerte de panorámica vertical descendente y descriptiva, haremos una compilación de términos que nos van a permitir dibujar una imagen mental de cualquier humano: «Y una caricia en el pelo», «Hemos venido con flores de venganza en el pelo», «Con tu pelo oscuro, con tu cara larga / y esa forma extraña de lamerme el culo», «Hoy renuncio a la mierda que me viene ahogando», «Para mirarte, uh, uh, / a los ojos de nuevo», «Que al cruzar miradas», «Untad mi colonia en la nariz del galgo», «Tu boca, caliente y peligrosa», «De tus labios conservados en hielo», «Estaba dentro de un beso», «Que mueran y caduquen tus besos de fresa», «Se me caen las babas», «Seis gritos, cuatro romances», «Las mil cicatrices, los besos robados», «Bésame en la boca», «Trátame como si te murieras de sed», «Grabé tus iniciales a fuego en mi lengua», «Como tu lengua que parece que se va a cortar», «Sacad colmillos, que esta noche arranco», «Valor al volante y amor en la voz», «La causa de tu laringitis», «Porque ahora no me aguanta en el pecho esta guerra», «Se nos queda el vino abierto como el pecho y los secretos», «¡Me duele el pecho de amor!», «Escorpio el ascendente, negro el corazón», «Arráncame el corazón y el vaso», «Se me envenena el alma con piel de culebra», «Estoy tan seco en el alma», «Tengo el alma reventada / y arena en el corazón», «Romperé mis cicatrices, romperás mi corazón», «Como esta herida grande que nunca se cierra», «Acercarte a mi espalda y decirme al oído», «Tú en el pecho, yo justo entre las piernas», «Levantaré tus brazos», «Sin vergüenza, se nos fue de las manos», «Mamá, vuelve a cruzar los dedos», «O abrir banderas con las caderas», «Que suban el volumen y tiemblen tus piernas», «La receta de la celulitis», «Y párame los pies», «Cómo llegamos con el odio en los zapatos», «Ven a bailar, cariño», «Ven a saltar, cariño», «Nuestro cuerpo como fósforo», «Juramento de sangre», «Sin miedo ni ropa», «Y no estamos tan muertos», «Camíname sobre el cuerpo», «Si nuestra vida en general es un tiro», «Me puse piel de etiqueta», «Dame tu piel de cactus»,.
Y esa furia desenfrenada, eléctrica o electroviral (a la que le cantaban Supersubmarina), se percibe igualmente en la nómina de animales que pueblan algunas de sus canciones. En Poeta en Nueva York, Lorca recurre a una simbología zoológica para representar la deshumanización de la ciudad de los rascacielos, su desconexión con lo natural y ese rincón de su crisis existencial y social habitado por fantasmas que afectan por igual a su ser y a su creación. Así, golondrinas, caballos, osos, cocodrilos, serpientes, monos, lobos, iguanas y un larguísimo etcétera de criaturas pueblan sus poemas entre auroras de cieno y espigas de Saturno por la nieve.
Sin afán alguno de establecer paralelismos (no será tanta la osadía), las letras de Arde Bogotá también están recorridas por una fauna que representa el lado más animal de lo humano y que de paso le otorga el poder de la garra de una fiera.
Empecemos por los canes, esas amables mascotas llamadas a sustituir a todos los hijos del mundo en el futuro, según estadísticas recientes. En su canción Los perros, estos no son pacíficos animales de compañía. Más bien se configuran como cazadores: «Soltad a los perros, porque me he escapado. / Untad mi colonia en la nariz del galgo», «Soltad a los perros, porque me he escapado. / Al elefante, al tigre, al tiburón, al galgo».
Recurren a la comparación y a la metáfora si es preciso crear una imagen mental del relato. Como en Besos y animales, en cuyo mismo título ya hay cabida para ellas: «Salgamos del hotel como lagartijas», «Todo lo que te has rayado / los tigres ya lo habrán probado», «Acabó, acabó / lo de hacer el ganso. / Ahora somos tigres haciendo el amor», «Llevo tu nombre dentro como un tiburón». O en Todos mis amigos están tristes: «Como ese grupo de elefantes que amanece desafiante / entre las balas, los furtivos, los caimanes y el río». Y si hay que echar mano de alguno de ellos para que ponga fin a todo nada mejor que un buen reptil. Como en Veneno: «Se me envenena el alma con miel de culebra».
Para ir terminando este viaje iniciático que emprendimos subidos a vehículos de cuatro ruedas por territorios ignotos o conocidos, volemos a lo grande, a los confines celestes, hasta «Las putas estrellas, putas estrellas» de Escorpio y Sagitario. Puede que a Arde Bogotá el planeta Tierra se les esté quedando pequeño y piensen ya en la añorada conquista espacial. Lo más inmediato es remitirse a su canción Exoplaneta. Ahí ya dejan claras sus intenciones: «Sé que hay / algún exoplaneta / que estamos valorando / ir a colonizar», «Y tengo una propuesta / si todas esas pruebas no se te dieran mal. / Que vayas voluntaria a abandonar la Tierra / e irte a 571-/9A», «En otro sistema solar». Es en todo aquello que está por encima de nuestras cabezas, muy lejano, donde se juega la supervivencia humana. Da igual que sea «Como el cometa Halley» de Antiaéreo, o ese «Estoy tan lejos de casa / que estoy considerando mudarme a la Luna. / Tan subido. Tan NASA» de Qué vida tan dura. Porque lo que verdaderamente importa es fundirse con el cosmos: «Y ahora ya soy el Big Bang».
Podríamos continuar jugando al maravilloso juego de las palabras, a cómo unos significantes de apariencia tan simple adquieren todo su sentido y toda su razón de ser al entrar en contacto con otros. Casi tienen vida propia, se diría. Un determinado orden diseñado por los arquitectos textuales en un contexto elegido permite la creación de mensajes que, convenientemente revestidos con los ropajes de la música (o viceversa), son capaces de hacer vibrar a miles, a millones de personas que se sienten conectadas por la magia de las canciones.
El viaje ha llegado a su fin. Recogemos las redes léxicas; cerramos la maleta con nuestros campos semánticos en el interior. Abrimos la puerta del coche. Cada cual que elija el suyo: un Seat 600, un Nissan, un Peugeot, un Renault Megane, un Land Rover Fighter o un Porsche. Incluso el suyo propio. Cualquier modelo vale. Con un buen motor que ruja, cuatro ruedas, un volante y carretera por delante es suficiente. Si es con un buen copiloto, mejor. Miremos nuestro signo zodiacal por si los astros nos son favorables. Pongámonos un buen sombrero de cowboy sobre flores de venganza en el pelo. Dejemos atrás a nuestros amigos tristes. Confesemos nuestros pecados si somos creyentes; sanemos el alma. Despidámonos con un beso. Esperemos a que suelten a los perros para pisar el acelerador a fondo. Recordemos que la vida es dura y que al final del camino está la salvación: en algún exoplaneta, en La Mancha o en El Dorado. Démosle al play antes de sumarnos a la fiesta de incendiar la Torre Picasso.