Amor, desamor y sexo en La fiesta que me prometiste de Emilia, Pardo y Bazán
Puesto que ninguno de sus componentes se llama o apellida Emilia, Pardo o Bazán, ignoro si fundar una banda con el nombre de la más grande autora del Naturalismo español es un homenaje a su literatura, a su poderosa condición de mujer que no se arredró ante las imposiciones de los hombres o toda una declaración de intenciones acerca de la naturaleza humana y sus debilidades a la hora de enfrentarse a la realidad. Y es que la realidad se las trae. Sobre todo cuando se obstina en zarandearnos con los asuntos del amor, el desamor y el sexo: una divina tríada sobre la que se sustentan (al menos en una parte muy importante) nuestras maravillosas o insignificantes vidas. Solo por mostrarle mis respetos a la escritora gallega, el presente artículo debiera llevar el título de alguna de sus obras, pero no he podido sustraerme (por mero interés estilístico) a recurrir a una trilogía novelística de uno de los grandes de nuestras letras: Gonzalo Torrente Ballester. Por esa razón (Los pazos de Ulloa no me venía bien) he decidido titularlo Los gozos y las sombras, por si alguien algún día quisiera formar un grupo que se llamara Gonzalo, Torrente y Ballester. Mientras tanto, Emilia, Pardo y Bazán, solo por la elección de su nombre, cuentan, de entrada, con mi admiración.
Fernando Molero
Redactor
Hace poco más de un año, el 4 de abril de 2024, publicaron su segundo disco, titulado La fiesta que me prometiste (Lunar Discos), diez temas cuyas letras pivotan entre la melancolía y la esperanza, entre el deseo y la añoranza. Los de Talavera de la Reina dibujan con palabras una suerte de paisaje emocional en cuyo centro sitúan el recuerdo del amor pretérito, algo así como una geografía de nostalgias invadida por la realidad, de corazones elásticos que transitan a través del espacio-tiempo, toda vez que los sentimientos se dilatan y contraen, se expanden y retornan en función del recuerdo, de lo que pudo haber sido y no fue, y del presente, un momento otro en el que no tiene cabida el ayer, so pena de incurrir en idénticos errores y dolores. Pegar con torpe pegamento los destrozos del amor es como intentar devolver un diente de león arrastrado por un huracán a su tallo original.
Unos versos incluidos en la canción No merece la pena ilustran y resumen a la perfección el sentido de lo expuesto: «El pasado es un puñal / que atraviesa tu garganta / y no sabes cómo sacar». Es la espina clavada, la herida que aún supura. Con esa sencilla metáfora en la que se establece una relación directa entre un imaginario objeto afilado, cortante, y el dolor provocado por hechos ocurridos en otro tiempo puede visualizarse el contexto general del álbum. Porque, en efecto, lo vivido y dejado atrás no se va, pero difícilmente puede ser recuperado. Aunque luchemos con denuedo contra ello. Tal vez sea porque en nuestra naturaleza anida esa sensación manriqueña de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Poetas posteriores al autor de Coplas a la muerte de su padre, sin embargo, rechazan esta idea última y abogan por enterrar los asuntos del corazón que ya han caducado. Muchos de los versos de Espronceda, de su poemario Canto a Teresa, lo refrendan: «¿Por qué volvéis a la memoria mía / tristes recuerdos del placer perdido / a aumentar la ansiedad y la agonía / de este desierto corazón herido?». O algunos del Estudiante de Salamanca del mismo autor: «Son ilusiones que fueron: / recuerdos ¡ay! que te engañan, / sombras del bien que pasó… / Ya te olvidó el que tú amas». O estos otros maravillosos de Bécquer pertenecientes a su Rima LXVI, en los que se refiere así al desencanto amoroso: «Donde habite el olvido / allí estará mi tumba». ¡Ah, la exacerbación sentimental del Romanticismo!
Quien esté libre de pecado que tararee la primera canción: Electrodomésticos. En ella encontrará motivos suficientes para adentrarse con brújula en este nuevo territorio sonoro y sensitivo que es La fiesta que me prometiste, una fiesta que se desvanece en el preciso instante en que los electrodomésticos (símbolo inequívoco de lo doméstico, del hogar) estallan «y tu olor en la toalla todavía sigue aquí».
El protagonista de la canción se siente como Damiel (Bruno Ganz), uno de los dos ángeles de El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987), la mítica película del alemán Wim Wenders, abatido por su condición de ser celestial que renuncia a su inmortalidad con tal de disfrutar de los pequeños placeres de la vida humana, por saborear qué es eso tan maravilloso del amor. Desgraciadamente, cuando lo ha conocido, y también su atroz reverso, solo le queda tirar para adelante, recordar que tiempo atrás fue feliz, que de nada vale ahora llorar «y planean avionetas / que dibujan en el cielo / que ya no te quiero / y creo que hoy no te voy a llamar. / Y carteles luminosos / donde no hablan de nosotros». Para terminar con un autocompasivo: «Esto se me va a olvidar».
La promesa de una fiesta de amor eterno que propone el álbum quizá, se ha incumplido, se ha roto. El yo lírico de Nube Kinton pregunta por ella: ¿dónde está?. Todo se desmorona, la vida se deshilacha, el fin se avecina: «Pero esta noche, mi amor, / querrás salir a bailar / y nos pondremos los dos / y se nos olvidará. / Nos miraremos / y no tendremos / nada de qué hablar». Es entonces cuando el silencio levanta un muro tan elocuente como infranqueable.
La ruptura es ya una evidencia en toda regla. Los primeros síntomas de la nostalgia los sufren cuerpo y alma por igual. Ambos tienen memoria, reclaman aquello que les pertenecía y que, de súbito, ha desaparecido. Acostumbrarse a la ausencia, por mucho que se sepa beneficioso para la salud emocional, no es nada fácil. La letra de ese himno llamado Treinta metros es la definición perfecta de que el presente y el pasado pertenecen a dimensiones distintas. Por eso es imposible resistirse a no reproducirla en su totalidad. Que sea ella quien hable por sí misma: «Todas las mañanas son iguales. / Yo me despierto con ganas de verte. / Todos me dicen que no te llame. / Yo lo que quiero es un perreo fuerte. / Me cuesta no mencionarte / y cuando pienso en desnudarte / se me olvida lo que duelen los días. / Recuerdo la primavera / y nuestro amor de clase obrera / encerrados, en treinta metros cuadrados. / El mundo sigue siendo un sitio raro. / Solo tu boca es un lugar seguro. / Olvida qué pasó el último año / vamos y hagamos un perreo duro. / Hoy te echo tanto de menos / dónde están los días buenos / en la cama / todo el fin de semana». ¡Ah juventud, divino tesoro!
Descubrimos una aparente narrativa en la cronología de las canciones. Escucharlas en el orden en que aparecen en el disco es asistir a la lectura de una especie de novela en capítulos. Siguiendo, pues, la lógica del relato, el siguiente paso es el de la humillación. De rodillas se declaran los enamorados. De rodillas se suplica el perdón. De rodillas es el título del tema cuatro de La fiesta que me prometiste: «Ya estoy aquí otra vez en el suelo / suplicando de rodillas otra oportunidad». El protagonista ha entrado en esa fase de intentar ver con naturalidad el distanciamiento, de ser consciente que quien fuera durante un tiempo su otra mitad ahora ya no es nada suyo. Tiene que sortear esa extraña sensación de abismo que se abre bajo los pies. Quienes lo fueron todo, ahora son nada, si acaso hebras de recuerdo. Y puede que incluso otra persona ocupe el lugar que una vez fue solo suyo: «Te vi con él y sonreías / bailando la que fue mi canción favorita. / Y miraste para ver si me caía, / pero lejos de caerme me mantuve siempre en pie». Anhela poseer superpoderes, «concretamente el de la invisibilidad / y susurrarte al oído que aún me quieres». Y como eso es algo imposible, se activa de nuevo la memoria para evocar un día de enero en el que dentro de un coche, el deseo empañó los cristales, incendió los asientos, los colocó frente a frente, follando como animales.
La siguiente fase es la del autoconvencimiento de que la vida continúa. Carpe Diem. Ya habrá tiempo para los lamentos o el arrepentimiento. Mientras tanto, vive, «Preocúpate mañana / y súbete a la barra del bar. / No dejes que te impidan celebrar / el viernes. / Qué buena suerte / que todos estemos igual de mal, / tú, que dices que has venido a jugar / y pierdes».
Todo se precipita vertiginosamente, en cascada. Rescatar los restos del naufragio del amor No merece la pena. Para qué. Vivimos en nuestra burbuja de comodidad atendiendo única y exclusivamente a nuestros modestos inconvenientes de identidad emocional, a la satisfacción de todo aquello que nos procura placer, inmediato o duradero. Para qué entonces más tatuajes que borrar un día: «No merece la pena / que me vuelvas a besar, / ya hay bastante gente triste / en este bar».
Y de repente, entre el marasmo de las idas y venidas a cuenta del amor y sus bastardías, el sol hace acto de presencia. La luz de Cádiz y un sonido y una letra que remite (como otras canciones) a Nacho Vegas, nos trasladan al verano, al calor, a las playas de Conil, de El Palmar, de los Caños de Meca, donde el tiempo y la libertad son uno y lo mismo, aliados contra la melancolía, inductores de los desafueros de la pasión. Un coche. Una radio. Cuerpos sudorosos, salados. La insinuación. La posibilidad de una historia. Y, por último, la autoridad: «Te quitaste el bañador / y pudiste ver mis ganas. / Vistas de retrovisor, / manos que se deslizaban. / Y me derretía / mientras intentaba conducir / con tu boca cerca de la mía. / Y nos paró la Guardia Civil». Esta eventualidad cortocircuitó un diálogo corporal que años más tarde pudo repetirse de no ser porque el protagonista, de nuevo, se derretía «mientras intentaba conseguir / chapar esa puerta que se abría».
El partido del amor se da ya por definitivamente perdido en Qatar 2022. Poco importa que se decepcione a la afición. Un postrer conato de esperanza y desesperación certifica que todo ha sido en vano. La realidad y el sueño se alían en No es que no quiera despertar. ¿Cómo escapar de aquello que nos visita durante el sueño, cuando nuestra parte consciente se relaja y el inconsciente hace de las suyas en ese infierno-paraíso que es el universo de lo onírico? Llega la asunción de un nuevo estado de cosas en el que tiene cabida la añoranza y esa idea del amor que se ha ido aunque todavía queden las ganas: «No es que no quiera despertar / pero me vas a faltar / en tu lado de la cama. / […] / He vuelto a soñar contigo / y herido por fuego amigo / voy a volver a soñar / con el cielo de tu boca, / con sentir tu risa loca / y con volverte a follar. / No es que no quiera dormirme, / pero es que voy a aburrirme / sin nadie con quién jugar. / No sé qué voy a hacer / con estas ganas / de todo / todo contigo».
La fiesta que me prometiste es un disco para bailar y pasarlo bien, para beber y besarse, para caer y levantarse, para reír y llorar, para lamerse las heridas del alma y para follar por los rincones. «Es puritita autoficción», han declarado Emilia, Pardo y Bazán. Se reafirman en sus palabras en versos como: «Sentimos nostalgia / de algo que no hemos vivido / y disimulamos / con nuestros amigos», o: «Como aquel polvo de autoficción / borrachos en el balcón / en el que se encerró tu novio / al oír esta canción».
El género novelístico de la autoficción, es decir, la construcción de un texto literario (y las canciones, a su manera, pueden serlo) en el que el autor se inspira en experiencias propias a las que incorpora elementos ficticios para crear una nueva realidad, está de moda. Lo que haya de verdad o de invención en las letras de La fiesta que me prometiste poco importa. El hecho es que funcionan como un reloj suizo a la hora de contarnos, y cantarnos, una historia que son muchas al mismo tiempo. Porque, al fin y al cabo, como afirma Ramón Eder en uno de sus deslumbrantes aforismos: «La vida es una ficción basada en hechos reales». Pues eso. Prometámonos muchas más fiestas con fondo sonoro de Emilia, Pardo y Bazán.